Qué fácil resulta para algunas personas hablar sin saber lo que significa migrar. Que fácil predicar que los que vivimos en el extranjero nos ganamos la lotería, qué fácil es criticar y destruir lo que a
algunos nos ha costado sudor y lágrimas. Yo soy migrante y estoy muy orgullosa de serlo.

Estoy orgullosa porque lo que he construido no me lo regaló nadie, aquí me tocó amarrar el corazón con una mano para evitar que gritara, mientras mi mente se quemaba las neuronas buscando la manera de salir adelante.

No fue fácil, claro que no, en especial en esos momentos cuando para navidad o en los cumpleaños mi familia se reunía y a mí me tocaba acompañarlos a través de una fría pantalla.

Me tomó mi tiempo aceptar que soy migrante, me tomó mi rato comprender que el tiempo no se puede echar para atrás, me tomó un gran esfuerzo darme cuenta de que ya no volvería a ser lo que fui.

Al comienzo no era nadie, cuando saludaba, antes de poder decir mi nombre lo primero que me preguntaban era ¿de dónde eres? Aquí nadie me conocía, nadie hablaba mi idioma, nadie compartía mis costumbres y mucho menos los buenos chistes que antes me hacían tan popular, al comienzo solo era una más, alguien que llegó y nada más.

Sufrí, claro que sí. Lloré noches enteras sin comprender la locura que había cometido, ¿cómo había sido capaz de dejarlo todo por venir a un país en búsqueda de un sueño que sentía cada día más lejano?

Mi mente entró en una montaña rusa, había momentos en los que me creía la dueña del mundo y otros en los que preferiría que la tierra se abriera a mis pies y me engullera viva.

Pero algo si tenía muy claro: ¡no quería volver! Muchos fracasos se habían acumulado en mi vida, como para regresar con las manos vacías, así que me quedé. Le dije adiós a ese dolor de sentir que había perdido a mis padres, a mis hermanos, a mis amigos, a mi infancia, a mi tierra y a mi yo
enamorada de la música salsa y de la comida criolla. Me dediqué a reconstruirme por dentro y por fuera hasta que formé lo que ahora soy: una migrante orgullosa de ser parte de aquí y de allá, porque comprendí que no tenía que escoger, que podía compartir y eso fue lo que hice.

Que me discriminaron, claro que sí, aún hoy lo hacen, pero yo ya no le doy importancia, para mi esos que se creen mejores son seres humanos infelices que despiden veneno porque si no lo hacen se intoxican a sí mismos, así que en lugar de permitir que su odio penetre en mi corazón les
doy la vuelta y los perdono en mi corazón, desde que aprendí a hacer eso soy mucho más feliz y me siento aún más orgullosa de ser migrante.

No soy perfecta, ni he llegado todavía a la cima, pero a esta montaña del extranjero ya le he construido un buen sendero y seguiré abriendo camino con orgullo, sudor y lágrimas.

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